Desde los más remotos
tiempos, España se ha caracterizado y se ha vanagloriado por la
diversidad y la calidad de sus vinos. Las leyendas afirman que muchas
de esas viñas fueron plantadas por los nietos de Noé y que incluso
este patriarca hizo algún viaje a Andalucía Occidental y a la
norteña tierra riojana. Precisamente los tartesos (mandados por
Tarsis, que es del mismo nombre que el descendiente de Noé, citado
en la Biblia), llegados a nuestras tierras 2.500 años antes de
Cristo y que gozaban de ser un pueblo pacífico y civilizado, ya
comerciaban con nuestros vinos apreciados en tierras del lejano Egeo,
de Kittin y de Egipto.
Estos relatos que quizás
se pierdan en la leyenda, quedan recogidos en lecturas más o menos
verosímiles de las viejas bibliotecas conventuales.
En época posterior, en
la época romana, hay tratados de la vid y de la elaboración del
vino en las obras de Virgilio y Columela. Lucio Moderato Columela era
gaditano y destacó sobremanera en conocimientos de materia agraria.
En su obra “De re rústica”, compuesta de doce libros, destaca la
temática sobre viñas y vinos que tendría gran trascendencia muchos
siglos después.
San Isidoro, en la
“Etimologías”, escribe sobre la vid y vinos de la época, libro
que fue de consulta en toda Europa.
Con la llegada las
invasiones musulmanas, no cabe duda que existe un importante
retroceso, ya conocen ustedes que la ley islámica prohibe el consumo
de vino, retroceso que fue paliado posteriormente por las
replantaciones ordenadas por los reyes cristianos y realizadas al
cobijo de los conventos que se iban fundando.
A partir de los siglos
XI-XII, aparecen los primeros documentos escritos y posteriormente,
reinando Fernando III, se impulsó la repoblación de viñedos en
toda Andalucía. Muchas de las viñas de Córdoba, Jerez, Sanlúcar y
del Condado de Huelva, etc., proceden de aquella época.
La literatura del Siglo
de Oro, es fuente de estudio donde con frecuencia se habla del vino y
se canta su excelencia al igual que en la obra de Shakespeare.
Uno de los libros en el
que mejor puede seguirse el estudio de la elaboración de vinos y de
su posterior cata, de las costumbres del beber y de las clases de
vinos que había en España, es en la obra “Don Quijote de la
Mancha” de Miguel de Cervantes.
La inestabilidad
política posterior, las guerras, la influencia francesa, influyeron
negativamente sobre los cultivos y elaboración del vino.
Posteriormente vendrá
la época de la industrialización, superada aquella invasión
filoxérica acaecida en el siglo XIX, y de manos de comerciantes y de
enólogos franceses e ingleses que aportaron su experiencia y sus
conocimientos, se da un importante impulso industrial y una amplia
difusión, siendo apreciados los caldos españoles en los mejores
sitios.
Desde hace muchos años,
el vino ha sido considerado como elemento base de la nutrición
humana.
El viejo Hipócrates
(460-377 a. C.), padre de la Medicina, decía: “el vino es cosa
apropiada para el hombre si, en salud como en enfermedad, se le
administra con tino y justa medida”.
San Pablo también
hablaba de los efectos benéficos del vino en la digestión al
decirle a Timoteo: “deja ya de no beber más que agua. Toma
un poco de vino a causa de tu estómago y de tu malestar”.
El poder bactericida del
vino ha sido ampliamente reconocido desde hace mucho tiempo. Los
sumerios elaboraban bálsamos y pomadas a base de vino y nuestros
antepasados se servían de ellas para lavar y desinfectar las
heridas. Esta acción terapéutica no se debe sólo al efecto del
alcohol. También coadyuvan los ácidos, los taninos, el anhídrido
sulfuroso y los ésteres y los éteres.
Jenofonte, cuenta como
Ciro había aconsejado que sus soldados llevaran vino entre sus
posesiones, no sólo como tonificante sino también como bactericida
para las heridas.
En la época romana, el
vino tuvo una gran importancia social y cultural. También en esta
época, siguiendo con la tradición de viejas culturas, como las de
Persia y Grecia, sobre todo, el vino formó parte muy activa en el
quehacer médico.
En esta medicina de tipo
popular e instintiva, el vino ocupó gran parte de las recetas, bien
como reconstituyente, como se destaca en la obra del reconocido
médico Asclepsiades de Betinia “Administración del vino”, donde
se aconsejaba el vino “...para restablecer la fuerza de los
convalecientes...” o para “...ayudarlos a combatir la debilidad y
aumentar el apetito...”
Columela también
aconsejaba el vino para la disentería por sus propiedades
astringentes.
Galeno, prestigioso
médico romano, reconocía su valor dietético para las afecciones
leves de estómago.
Incluso en la época
árabe, en la que consumo de vino estaba prohibido por motivos
religiosos, existía una cierta permisividad, más o menos velada, en
el consumo de vino como se desprende de la lectura de la obra de
Aljoxaní “Historia de los jueces de Córdoba”, escrita en el
siglo X. Nos recuerda Sánchez Albornoz que aparte de su utilización
tonificante y terapéutica, el vino era también “... gustado con
placer por los Califas y Príncipes, y hasta conseguía mover a la
benevolencia a jueces y cadíes, encargados de condenar a los que
bebían en exceso...”
En la época carolingia,
para el régimen ordinario de los enfermos y ancianos acogidos en los
asilos y monasterios, se cocinaban reconfortantes y sabrosas sopas de
vino, sopas de las que Juana de Arco gustaba tanto, según cuentan.
También se utilizó
como curativo en la campaña de Prusia (1807), según nos reveló el
Diario de Perey. El vino se distribuía al ejército cuando había
epidemias de disentería: “La disentería hace progresos. El
ejército sufre de ellas, pero débilmente: se distribuye vino a las
tropas porque es el mejor preservativo”.
Símbolo religioso y
fuente de inspiración artística a la vez, el vino es considerado
como un signo de civilización en la que la dulzura de vivir une
cuerpo y espíritu y como decía Fleming, insigne médico, “puede
ayudar a la felicidad cuando de manera sana y equilibrada es
utilizado como complemento de nuestra alimentación, ya que forma
parte inseparable del hombre y de nuestra civilización”.
Del vino se habla y se
escribe desde hace más de 10.000 años y apenas sólo desde los
últimos noventa o cien últimos años se conoce su composición y
sus efectos sobre el organismo.
El alcohol, también
conocido como etanol o alcohol etílico, es el resultado de la
fermentación de los azúcares. Por mediación de las levaduras, los
azúcares (glucosa y fructosa) de la uva se transforman en el alcohol
y en anhídrido carbónico, productos finales y principales del
proceso fermentativo.
El alcohol etílico es
importante dado que evita la contaminación por sus propiedades
bactericidas y escasa toxicidad. Además, da carácter a los demás
componentes y tiene saludables efectos fisiológicos en el organismo
humano,
¿Cuál es la cantidad
de vino que puede ser bebida diariamente con el fin de aprovechar al
máximo sus efectos beneficiosos sin que este consumo resulte
perjudicial para nuestra salud?.
Esta es la pregunta
clave. En los laboratorios la pregunta ha sido contestada, pero en la
práctica sabemos que cada individuo se comporta de manera diferente
ante el alcohol. Todos conocemos que hay personas que tienen buena
tolerancia y otras que con una muy pequeña cantidad no se encuentran
bien.
Cada persona debe
conocer la dosis adecuada que puede tomar. La pregunta, no obstante,
es difícil de contestar y para ayudar a contestarla sólo podemos
aportar algunos estudios clínicos y epidemiológicos que han
realizado distintos investigadores de la ciencia médica.
Tratando con la máxima
objetividad el análisis de estos resultados, Pequignot, médico
francés reconocido mundialmente como personalidad científica y como
uno de los grandes estudiosos del etanol y de sus efectos, afirma
como resultado de sus investigaciones que una consumición diaria por
debajo de los 80 gramos de alcohol etílico no supone riesgo de
contraer una enfermedad hepática.
Así mismo, Pequignot
indica que un consumo diario de entre 80 y 160 gramos de etanol
conlleva un riesgo elevado y que si la ingesta cotidiana se sitúa
por encima de esta cifra durante un espacio de tiempo de veinte años
existe una muy alta probabilidad de adquirir cirrosis hepática.
Para que ustedes me
entiendan más fácilmente, esta cifra de 60 a 80 gramos de alcohol
supone beber a diario, aproximadamente, entre 500 y 750 centímetros
cúbicos de un vino que tenga 12 grados.
Mas recientemente, el
Dr. Tremoliers, ha dicho textualmente : “Se puede considerar que
una dosis de seguridad puede oscilar alrededor de unos 28 gramos de
alcohol puro en cada comida, asegurando durante cuatro horas una
alcoholemia para la que la oxidación del etanol puede hacerse según
el sistema no peligroso, o sea, un máximo de un litro de vino
repartido en varias veces al día para un hombre de 70 a 80 kilos de
peso o de 0’75 litros en la mujer, aunque es juicioso no recomendar
esta dosis máxima sino reducirla a 0’75 litros para el hombre y a
0’50 litros para la mujer como manera de dejar un margen de
seguridad”.
De lo expuesto se estima
que no sobrepasando la dosis de 60 gramos de alcohol diario no existe
riesgo de contraer una enfermedad hepática, siendo el hígado
teóricamente el que primero se afectaría sabiendo que en su
interior es donde se realiza el metabolismo del alcohol etílico.
Conviene señalar que en teoría la dosis de etanol que nuestro
hígado puede quemar es muy superior a esa cifra.
A nuestro juicio se
pueden considerar los 50-60 gramos de diarios de etanol, repartido
entre las principales comidas, como una dosis moderada. Esta cantidad
es aceptada, prácticamente, por todos los autores que se han
dedicado al estudio e investigación de este tema.
Ello supone unos 500
centímetro cúbicos de un vino de 12 grados o 400 centímetros
cúbicos de vino fino con 15º, y unas 420 calorías, cuyo aporte no
llega al 20% de las 2.500 calorías que ingiere como término medio
en nuestro ambiente una persona sana.
Es evidente que esta
cantidad propuesta puede sufrir variaciones en su valor absoluto y en
los parciales dedicados a cada comida en relación con la edad, sexo
y tipo de trabajo.
Así, en este sentido,
con relación a la mujer existen diversos estudios, tanto americanos
como europeos, que coinciden en afirmar que la mujer es mucho más
susceptible al alcohol etílico que el hombre.
Probablemente la causa
radique en la diferente constitución hormonal de los dos sexos y en
su metabolismo, necesitando más tiempo la mujer para que su hígado
metabolice el alcohol. Así, en ese mismo sentido, las personas de
edad avanzada pueden presentar ciertas particularidades y la ración
estimada como no nociva debe ser disminuida a esta edad.
Es aconsejable en la
senectud que una pequeña porción de vino se beba antes de las
comidas, a modo de aperitivo, con el fin de estimular la producción
de jugos gástricos para abrir el apetito, tan precario en esas
edades.
Veamos algunos aspectos
de la actuación del vino sobre determinadas propiedades
fisiológicas.
Así veremos su función
sobre el aparato digestivo. Existen tres fases muy estudiadas en el
proceso de la secreción gástrica en el estómago: una fase cefálica
que es cuando, sin haber comenzado la ingesta alimenticia, la simple
visión del alimento, la percepción del aroma que despide, su color
o la representación psíquica del manjar, hace que se desencadene a
través de la corteza cerebral la secreción de las glándulas
estomacales.
Esta secreción es a lo
que se llama el jugo gástrico del apetito que puede alcanzar hasta
el 45% de lo segregado durante la digestión. Al mismo tiempo, las
glándulas salivares son también estimuladas llegando en tromba la
saliva a la cavidad bucal.
La llegada del alimento
al estómago es el estímulo más potente para la secreción ácida y
también ello produce que al distender el estómago mecánicamente se
produzca la secreción de sustancias necesarias para la digestión de
los alimentos.
Posteriormente, existe
una fase intestinal que se inicia cuando el alimento llega al
intestino delgado. La estimulación de la secreción gástrica ácida
no es de mucha intensidad.
Visto esto, vemos como
el vino puede facilitar la digestión cuando se toma acompañado de
alimentos de manera muy moderada. La presencia en la mesa de la copa
o del vaso de vino, lleno no más de sus ¾ partes, cuando nos
disponemos a comer supone un recreo para la vista por su color,
transparencia y brillantez.
Con esta preparación y
la llegada de los manjares a la mesa la boca empieza a segregar
saliva, a “hacérsenos agua”, el estómago se dispone a segregar
jugos vaciando sus células y los movimientos peristálticos reclaman
recibir los alimentos.
Todos los primeros
bocados acompañados de un sorbo de vino. Su componente ácido va a
procurar que la pepsina trabaje en inmejorables condiciones para
desdoblar las proteínas.
El estómago está
trabajando a gusto y ya presentimos que vamos a tener una buena
digestión, pues ni tan siquiera los hidratos de carbonos nos van a
producir flatulencias ya que están prácticamente desdoblados.
El vino no es una bebida
para tomar a grandes tragos puesto que calma la sed alimenticia más
rápidamente que el agua. Por eso, es necesario hacerlo a pequeños
sorbos, concentrándose más en el contenido digestivo, facilitado
también por el arrastre de agua tras la absorción del alcohol.
Así mismo, existen
otras acciones beneficiosas del vino respecto al organismo humano por
su capacidad bactericida y antiviral, como diurético o como
suplementador de potasio y de complejos vitamínicos.
Quizás uno de los
aspectos más novedosos y discutidos en los últimos años, es la
influencia de la ingesta moderada de vino y su relación con la
aparición de ciertas afecciones cardiovasculares, concretamente en
relación al metabolismo de los lípidos (el colesterol).
Los lípidos, sustancias
grasas que circulan por nuestro torrente circulatorio, están
formados fundamentalmente por el colesterol, los fosfolípidos y los
triglicéridos, los cuales tienen necesidad de unirse a una proteína
para poder circular por la sangre.
La unión de todas estas
sustancias entre sí, da lugar a las lipoproteínas. Cuando el
colesterol es vehiculado por unas lipoproteínas de alta densidad
(HDL), atraviesa la pared arterial sana, pasa al hígado y se
elimina.
Este colesterol HDL es
lo que podríamos llamar “el buen colesterol”. Por el contrario,
el colesterol ligado a proteínas de baja densidad (LDL) , es el que
podríamos considerar como “colesterol malo” y es el que va a
fijarse en las arterias depositándose y acumulándose en las mismas,
siendo una de las causas más importantes de la aparición de lo que
conocemos como arteriosclerosis.
Desde hace unos treinta
años vienen apareciendo estudios epidemiológicos que revelan una
correlación inversa entre la tasa de HDL (colesterol de alta
densidad) y las enfermedades coronarias.
Desde 1951, muchos
estudios clínicos han confirmado que los pacientes que han
sobrevivido a un infarto de miocardio han mostrado una concentración
baja de HDL en comparación a sujetos sanos. Estos hallazgos en
estudios prospectivos han demostrado que el colesterol de alta
densidad está correlacionado negativamente con el desarrollo de
enfermedades coronarias.
Por el contrario, el
aumento del colesterol de baja densidad (LDL) o de muy baja densidad
(VLDL), está directamente relacionado con la presentación de
arteriosclerosis y con enfermedades cardiovasculares derivadas de lo
mismo.
Todos estos estudios han
demostrado una relación inversa entre el colesterol HDL de alta
densidad y la enfermedad coronaria, es decir, cuando existe mayor
incremento de colesterol de alta densidad el riesgo disminuye y
cuando por el contrario aumentan los de baja densidad el riesgo es
mayor.
¿Qué piensan los
médicos?
Ya en 1977, un grupo de
médicos italianos realizaron una encuesta epidemiológica para
determinar la relación del consumo de alcohol y el riesgo de
enfermedad coronaria. Para ello examinaron a más de 500 personas no
seleccionadas, y encontraron que existe una relación entre la
absorción media de alcohol y las cifras de HDL, de colesterol de
alta densidad, entre comillas del bueno, y que no existía relación
entre una consumición moderada de vino y la proporción de
triglicéridos.
Estos autores ya
señalaron, entonces, que una consumición moderada de vino, estimada
entre 500 y 750 centímetros cúbicos al día, aumentaba la tasa de
colesterol de alta densidad en un 20 %, creándose así, en teoría,
un sujeto con menor riesgo coronario.
Así mismo, indicaron
que una consumición moderada de vino no hacía variar las cifras
totales de otras grasas como son los triglicérido, que son dañinos,
pero sí estos estaban ya elevados en el sujeto, lógicamente,
permanecían elevados e incluso los aumentaba.
Debenyi y colaboradores,
en un estudio realizado a gran escala, han comprobado una incidencia
más baja de enfermedades coronarias en sujetos que consumían vino
moderadamente que en los que no bebían nada, es decir, que en los
abstemios.
Turner y colaboradores,
en un estudio realizado en Baltimore, para una comisión sobre el
alcohol, saca las siguientes conclusiones: el consumo moderado de
bebidas alcohólicas por parte de personas adultas puede reducir el
riesgo de infarto, mejorar la vida en los mayores, aliviar la tensión
y contribuir a la alimentación.
El profesor Grande
Covián, autoridad en la materia de prestigio mundial y gran experto
en metabolismo, en una conferencia pronunciada hace pocos años,
señalaba como la ingestión moderada de vino de forma normal,
cotidiana, podría resultar preventiva de afecciones
cardiovasculares.
Ese consumo beneficioso,
según Grande Covián, estaría alrededor de los 400 centímetros
cúbicos de vino al día, lo que representa unos 25-30 gramos de
alcohol y el límite lo situaba en los 60-80 gramos de etanol al día
ya citados.
Según él, no debería
unirse una dieta alta en grasas con un consumo elevado de bebidas
alcohólicas e independientemente de ello no deben consumir bebidas
alcohólicas los conductores y las embarazadas. En periodo de
competiciones no es aconsejable que los deportistas rebasen los 10
gramos de alcohol diario lo que supone unos 80 centímetros cúbicos
de vino.
En los últimos años,
un buen número de estudios sobre salud pública y mortalidad han
empezado a dar datos sobre la relación entre los distintos modos de
bebida y la mortalidad global en poblaciones, bases que no habían
sido seleccionadas de una manera especial ni por su salud ni por su
enfermedad.
Ciertamente, la
mortalidad entre alcohólicos es más elevada que la de la media de
la población, pero los resultados de diversos estudios demuestran
que entre los bebedores moderados hay menor índice de mortalidad que
entre los abstemios (R. Room y N. Day: “Alcohol and mortality”,
second special report to US Congress 1974, págs. 79-92, Uniteds
States Goverment Printing Offece, Washingtong, D.C.)
Más recientemente,
Marmot y colaboradores (1981), realizaron un estudio longitudinal
durante más de diez años en 1.422 hombres. Después de un
seguimiento de más de una década, encontraron una mortalidad más
baja en el grupo de bebedores en relación con los grupos de no
bebedores y de grandes bebedores.
Muy interesante es el
estudio presentado por Hennekens y colaboradores realizado entre 568
hombres casados que habían muerto de cardiopatía coronaria y un
número semejante de control comparable. Los datos fueron recogidos
durante los tres meses anteriores a la muerte. Se recogió
información sobre un gran número de variables y, entre otras cosas,
sobre el consumo diario de alcohol, clasificado según las clases de
bebidas: cerveza, vino y licores.
Un consumo diario de
pequeñas o moderadas cantidades de vino (alrededor de 600
centímetros cúbicos) o menos, equivalente aproximadamente a unos
170 centímetros cúbicos de bebidas espirituosas, acusaba una
relación negativa con la muerte por enfermedad coronaria.
Otro trabajo efectuado
sobre 7.000 japoneses que fue realizado por Yano y colaboradores
durante un periodo de seis años, dio como resultado una asociación
negativa entre el consumo moderado de alcohol (hasta 60 centímetros
cúbicos por día) y el riesgo de infarto de miocardio y muerte por
enfermedad coronaria.
Ciertamente, no
dejaríamos completo este boceto del vino y de la salud sino
presentáramos, también, aspectos importantes de la otra cara de la
moneda (la cruz) y esa cruz aparece, ciertamente, cuando se olvida
que la bebida alcohólica, que es un don de la naturaleza, se
convierte o se utiliza como medio de evasión para huir de las
tensiones o de las angustias de la vida diaria, o se pierde la
templanza y la moderación que como en cada acto vital, puede suponer
la entrada en una esclavitud, en una drogodependencia como el
alcoholismo.
El término alcoholismo
empezó a ser manejado hace ya más de un siglo por el sueco ¨Mandni
Hu y hace más de treinta años Helinek lo definió “como todo uso
de bebidas alcohólicas que causan un daño de cualquier tipo al
individuo, a la sociedad o a ambos”.
En 1976 la Asamblea
Mundial de la Salud, propuso sustituir el término de alcoholismo por
el de alcohol-dependencia y dio la siguiente definición : “Un
estado psíquico y habitualmente físico resultante de beber alcohol,
caracterizado por una conducta y otras respuestas que siempre
incluyen compulsión para tomar el alcohol de una manera continua y
periódica con objeto de experimentar efectos psíquicos, algunas
veces para evitar molestias producidas por su ausencia, pudiendo
estar presente o no la tolerancia”.
Sabemos que el alcohol
ingerido a partir de ciertas cantidades es tóxico, por tanto las
bebidas alcohólicas son más o menos tóxicas en función de la
proporción de alcohol que estas lleven, así como su grado de
dilución. Estas cantidades son variables de un individuo a otro,
pero siempre existe una cantidad pasada la cual se entra en la
categoría de lo patológico.
Está claro y así
hay que admitirlo, que el hombre, desde tiempos inmemoriales se ha
hecho acompañar de la toma de bebidas alcohólicas. Es un hecho
incuestionable que el consumo de vino y de otras bebidas fermentadas
o destiladas, siempre por supuesto con gran moderación, es un
acompañante en el quehacer diario.
Así lo entendía la
Organización Mundial de la Salud, cuando en 1952 decía del
alcoholismo:”cualquier forma de beber que en su extensión
sobrepasa los límites del uso dietético tradicional y
conceptudinario a lo habitual, o la habitual condescendencia dentro
de las costumbres sociales que conciernen a cuanto a toda la
comunidad en su conjunto”.
El alcoholismo es una
enfermedad de alta frecuencia en la población española y estamos de
acuerdo que el consumo de alcohol ha experimentado un importante
aumento en los últimos años con la introducción de bebidas como la
cerveza, el whisky y otras bebidas destiladas.
Hemos de saber que a
primeros de los años sesenta se consumían en España 18’5 litros
de cerveza por habitante y año y que en 1983 la dosis era de 58’5
litros; el salto habla por sí solo.
En el mismo periodo de
tiempo, el consumo de vino por habitante y año pasó de 72 a 57
litros (actualmente se registra la cifra más baja de consumo de vino
en la historia de España: 28 litros por habitante y año), por tanto
no debe extrañarnos cuando en algunos países del norte y este de
Europa, así como en diversos estados americanos, se estimule el
consumo moderado de vino como forma de aminorar el de bebidas
alcohólicas de alta graduación.
Como decíamos al
principio, en los últimos años se ha producido un gran aumento en
el consumo de bebidas fuertes, quizás en cierta manera paralela a la
colonización cultural realiza por el mundo anglosajón.
Esta ingestión
descontrolada, que de manera especial ha incidido en la juventud,
favorecida a la vez por una publicidad machacona, bien diseñada, ha
permitido ese crecimiento tan rápido.
Por otro lado, quizás
no ha existido una información adecuada, especialmente dirigida a
los jóvenes, sobre los aspectos sanitarios y positivos del consumo
de vino como bebida natural de manera juiciosa y moderada, frente a
ese consumo de bebidas más fuertes que les perjudican
extraordinariamente.
Ello ha conllevado un
claro distanciamiento de la tradición y los hábitos heredados de
nuestras viejas culturas, en la que el tomado con moderación y
muchas veces en compañía, ese vino dialogado en el decir de
algunos, que como otras cosas de nuestros hábitos o costumbres, ha
hecho que los hombres sientan, amen, canten..., alrededor de una copa
de vino, donde el vino no es el que cuenta y sí el sentimiento, la
amistad o el cante...
Esto también conlleva,
como decíamos, que ese olvido de que la bebida es un don de la
naturaleza, haya pasado a convertirse en patrón de evasión, de
ruptura social, convirtiéndose en drogadicción o en causa de
enfermedades, a veces en personas jóvenes, lo que llega a crear en
muchos casos u problema sanitario grave.
Como tal drogadicción,
necesita de un doble enfoque sanitario y social, porque detrás de
muchas conductas hay casi siempre un problema social, cultural o de
marginación al que la sociedad, como tal, ha de hacer frente.
Por eso, el alcoholismo,
largo tiempo visto como una fuente de pasión, como un vicio, es
considerado cada vez más una enfermedad. Esta noción de “enfermedad
alcohólica” de la que Jellineck fue el gran defensor, explica que
el alcoholismo es una “sumisión física y complicada con una
obsesión mental” cuyas víctimas son frecuentemente sujetos con
desórdenes psicoafectivos y psicopatológicos víctimas muchas
veces, como decíamos antes, de un problema social.
Quizás, como en tantas
cosas de la vida, no parezca lógico un enfrentamiento irracional de
tendencias: alcohol sí, alcohol no, ni descalificaciones más o
menos poco fundadas.
Pedro Muñoz, cuando
habla de estos temas, comenta: “los que nos dedicamos a la
desintoxicación, no somos antialcohol. Lo aceptamos como parte de
nuestra civilización y cultura. El peligro está cuando se
quiere ahogar en él alcohol las deficiencias, problemáticas y
circunstancias adversas de cada persona...”
Desde la moderación, la
templanza, el equilibrio, desde el conocimiento y la información
adecuada, desde la sensatez que la vida nos impone y en la que
deseamos ser capaces de recuperar nuestra propia identidad como
hombres libres, fieles a nuestras raíces culturales y no doblegados
a tiranías impuestas.
Desde esa búsqueda de
la armonía con todo lo que nos rodea, sepamos considerar al vino
como signo de civilización y cultura, fuente de amistad y
convivencia, complemento de nuestra sana manera de vivir y que desde
su moderada utilización, nos ayude a ser felices como deseaba sir
Alexander Fleming.
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