martes, 29 de mayo de 2012

El Vino y la Salud


Desde los más remotos tiempos, España se ha caracterizado y se ha vanagloriado por la diversidad y la calidad de sus vinos. Las leyendas afirman que muchas de esas viñas fueron plantadas por los nietos de Noé y que incluso este patriarca hizo algún viaje a Andalucía Occidental y a la norteña tierra riojana. Precisamente los tartesos (mandados por Tarsis, que es del mismo nombre que el descendiente de Noé, citado en la Biblia), llegados a nuestras tierras 2.500 años antes de Cristo y que gozaban de ser un pueblo pacífico y civilizado, ya comerciaban con nuestros vinos apreciados en tierras del lejano Egeo, de Kittin y de Egipto.
Estos relatos que quizás se pierdan en la leyenda, quedan recogidos en lecturas más o menos verosímiles de las viejas bibliotecas conventuales.
En época posterior, en la época romana, hay tratados de la vid y de la elaboración del vino en las obras de Virgilio y Columela. Lucio Moderato Columela era gaditano y destacó sobremanera en conocimientos de materia agraria. En su obra “De re rústica”, compuesta de doce libros, destaca la temática sobre viñas y vinos que tendría gran trascendencia muchos siglos después.


San Isidoro, en la “Etimologías”, escribe sobre la vid y vinos de la época, libro que fue de consulta en toda Europa.
Con la llegada las invasiones musulmanas, no cabe duda que existe un importante retroceso, ya conocen ustedes que la ley islámica prohibe el consumo de vino, retroceso que fue paliado posteriormente por las replantaciones ordenadas por los reyes cristianos y realizadas al cobijo de los conventos que se iban fundando.
A partir de los siglos XI-XII, aparecen los primeros documentos escritos y posteriormente, reinando Fernando III, se impulsó la repoblación de viñedos en toda Andalucía. Muchas de las viñas de Córdoba, Jerez, Sanlúcar y del Condado de Huelva, etc., proceden de aquella época.
La literatura del Siglo de Oro, es fuente de estudio donde con frecuencia se habla del vino y se canta su excelencia al igual que en la obra de Shakespeare.
Uno de los libros en el que mejor puede seguirse el estudio de la elaboración de vinos y de su posterior cata, de las costumbres del beber y de las clases de vinos que había en España, es en la obra “Don Quijote de la Mancha” de Miguel de Cervantes.
La inestabilidad política posterior, las guerras, la influencia francesa, influyeron negativamente sobre los cultivos y elaboración del vino.
Posteriormente vendrá la época de la industrialización, superada aquella invasión filoxérica acaecida en el siglo XIX, y de manos de comerciantes y de enólogos franceses e ingleses que aportaron su experiencia y sus conocimientos, se da un importante impulso industrial y una amplia difusión, siendo apreciados los caldos españoles en los mejores sitios.
Desde hace muchos años, el vino ha sido considerado como elemento base de la nutrición humana.
El viejo Hipócrates (460-377 a. C.), padre de la Medicina, decía: “el vino es cosa apropiada para el hombre si, en salud como en enfermedad, se le administra con tino y justa medida”.
San Pablo también hablaba de los efectos benéficos del vino en la digestión al decirle a Timoteo: “deja ya  de no beber más que agua. Toma un poco de vino a causa de tu estómago y de tu malestar”.
El poder bactericida del vino ha sido ampliamente reconocido desde hace mucho tiempo. Los sumerios elaboraban bálsamos y pomadas a base de vino y nuestros antepasados se servían de ellas para lavar y desinfectar las heridas. Esta acción terapéutica no se debe sólo al efecto del alcohol. También coadyuvan los ácidos, los taninos, el anhídrido sulfuroso y los ésteres y los éteres.
Jenofonte, cuenta como Ciro había aconsejado que sus soldados llevaran vino entre sus posesiones, no sólo como tonificante sino también como bactericida para las heridas.
En la época romana, el vino tuvo una gran importancia social y cultural. También en esta época, siguiendo con la tradición de viejas culturas, como las de Persia y Grecia, sobre todo, el vino formó parte muy activa en el quehacer médico.
En esta medicina de tipo popular e instintiva, el vino ocupó gran parte de las recetas, bien como reconstituyente, como se destaca en la obra del reconocido médico Asclepsiades de Betinia “Administración del vino”, donde se aconsejaba el vino “...para restablecer la fuerza de los convalecientes...” o para “...ayudarlos a combatir la debilidad y aumentar el apetito...”
Columela también aconsejaba el vino para la disentería por sus propiedades astringentes.
Galeno, prestigioso médico romano, reconocía su valor dietético para las afecciones leves de estómago.


Incluso en la época árabe, en la que consumo de vino estaba prohibido por motivos religiosos, existía una cierta permisividad, más o menos velada, en el consumo de vino como se desprende de la lectura de la obra de Aljoxaní “Historia de los jueces de Córdoba”, escrita en el siglo X. Nos recuerda Sánchez Albornoz que aparte de su utilización tonificante y terapéutica, el vino era también “... gustado con placer por los Califas y Príncipes, y hasta conseguía mover a la benevolencia a jueces y cadíes, encargados de condenar a los que bebían en exceso...”
En la época carolingia, para el régimen ordinario de los enfermos y ancianos acogidos en los asilos y monasterios, se cocinaban reconfortantes y sabrosas sopas de vino, sopas de las que Juana de Arco gustaba tanto, según cuentan.


También se utilizó como curativo en la campaña de Prusia (1807), según nos reveló el Diario de Perey. El vino se distribuía al ejército cuando había epidemias de disentería: “La disentería hace progresos. El ejército sufre de ellas, pero débilmente: se distribuye vino a las tropas porque es el mejor preservativo”.
Símbolo religioso y fuente de inspiración artística a la vez, el vino es considerado como un signo de civilización en la que la dulzura de vivir une cuerpo y espíritu y como decía Fleming, insigne médico, “puede ayudar a la felicidad cuando de manera sana y equilibrada es utilizado como complemento de nuestra alimentación, ya que forma parte inseparable del hombre y de nuestra civilización”.

Del vino se habla y se escribe desde hace más de 10.000 años y apenas sólo desde los últimos noventa o cien últimos años se conoce su composición y sus efectos sobre el organismo.


El alcohol, también conocido como etanol o alcohol etílico, es el resultado de la fermentación de los azúcares. Por mediación de las levaduras, los azúcares (glucosa y fructosa) de la uva se transforman en el alcohol y en anhídrido carbónico, productos finales y principales del proceso fermentativo.
El alcohol etílico es importante dado que evita la contaminación por sus propiedades bactericidas y escasa toxicidad. Además, da carácter a los demás componentes y tiene saludables efectos fisiológicos en el organismo humano,

¿Cuál es la cantidad de vino que puede ser bebida diariamente con el fin de aprovechar al máximo sus efectos beneficiosos sin que este consumo resulte perjudicial para nuestra salud?.
Esta es la pregunta clave. En los laboratorios la pregunta ha sido contestada, pero en la práctica sabemos que cada individuo se comporta de manera diferente ante el alcohol. Todos conocemos que hay personas que tienen buena tolerancia y otras que con una muy pequeña cantidad no se encuentran bien.
Cada persona debe conocer la dosis adecuada que puede tomar. La pregunta, no obstante, es difícil de contestar y para ayudar a contestarla sólo podemos aportar algunos estudios clínicos y epidemiológicos que han realizado distintos investigadores de la ciencia médica.
Tratando con la máxima objetividad el análisis de estos resultados, Pequignot, médico francés reconocido mundialmente como personalidad científica y como uno de los grandes estudiosos del etanol y de sus efectos, afirma como resultado de sus investigaciones que una consumición diaria por debajo de los 80 gramos de alcohol etílico no supone riesgo de contraer una enfermedad hepática.

Así mismo, Pequignot indica que un consumo diario de entre 80 y 160 gramos de etanol conlleva un riesgo elevado y que si la ingesta cotidiana se sitúa por encima de esta cifra durante un espacio de tiempo de veinte años existe una muy alta probabilidad de adquirir cirrosis hepática.

Para que ustedes me entiendan más fácilmente, esta cifra de 60 a 80 gramos de alcohol supone beber a diario, aproximadamente, entre 500 y 750 centímetros cúbicos de un vino que tenga 12 grados.

Mas recientemente, el Dr. Tremoliers, ha dicho textualmente : “Se puede considerar que una dosis de seguridad puede oscilar alrededor de unos 28 gramos de alcohol puro en cada comida, asegurando durante cuatro horas una alcoholemia para la que la oxidación del etanol puede hacerse según el sistema no peligroso, o sea, un máximo de un litro de vino repartido en varias veces al día para un hombre de 70 a 80 kilos de peso o de 0’75 litros en la mujer, aunque es juicioso no recomendar esta dosis máxima sino reducirla a 0’75 litros para el hombre y a 0’50 litros para la mujer como manera de dejar un margen de seguridad”.

De lo expuesto se estima que no sobrepasando la dosis de 60 gramos de alcohol diario no existe riesgo de contraer una enfermedad hepática, siendo el hígado teóricamente el que primero se afectaría sabiendo que en su interior es donde se realiza el metabolismo del alcohol etílico. Conviene señalar que en teoría la dosis de etanol que nuestro hígado puede quemar es muy superior a esa cifra.

A nuestro juicio se pueden considerar los 50-60 gramos de diarios de etanol, repartido entre las principales comidas, como una dosis moderada. Esta cantidad es aceptada, prácticamente, por todos los autores que se han dedicado al estudio e investigación de este tema.

Ello supone unos 500 centímetro cúbicos de un vino de 12 grados o 400 centímetros cúbicos de vino fino con 15º, y unas 420 calorías, cuyo aporte no llega al 20% de las 2.500 calorías que ingiere como término medio en nuestro ambiente una persona sana.

Es evidente que esta cantidad propuesta puede sufrir variaciones en su valor absoluto y en los parciales dedicados a cada comida en relación con la edad, sexo y tipo de trabajo.

Así, en este sentido, con relación a la mujer existen diversos estudios, tanto americanos como europeos, que coinciden en afirmar que la mujer es mucho más susceptible al alcohol etílico que el hombre.

Probablemente la causa radique en la diferente constitución hormonal de los dos sexos y en su metabolismo, necesitando más tiempo la mujer para que su hígado metabolice el alcohol. Así, en ese mismo sentido, las personas de edad avanzada pueden presentar ciertas particularidades y la ración estimada como no nociva debe ser disminuida a esta edad.
Es aconsejable en la senectud que una pequeña porción de vino se beba antes de las comidas, a modo de aperitivo, con el fin de estimular la producción de jugos gástricos para abrir el apetito, tan precario en esas edades.

Veamos algunos aspectos de la actuación del vino sobre determinadas propiedades fisiológicas.

Así veremos su función sobre el aparato digestivo. Existen tres fases muy estudiadas en el proceso de la secreción gástrica en el estómago: una fase cefálica que es cuando, sin haber comenzado la ingesta alimenticia, la simple visión del alimento, la percepción del aroma que despide, su color o la representación psíquica del manjar, hace que se desencadene a través de la corteza cerebral la secreción de las glándulas estomacales.

Esta secreción es a lo que se llama el jugo gástrico del apetito que puede alcanzar hasta el 45% de lo segregado durante la digestión. Al mismo tiempo, las glándulas salivares son también estimuladas llegando en tromba la saliva a la cavidad bucal.

La llegada del alimento al estómago es el estímulo más potente para la secreción ácida y también ello produce que al distender el estómago mecánicamente se produzca la secreción de sustancias necesarias para la digestión de los alimentos.

Posteriormente, existe una fase intestinal que se inicia cuando el alimento llega al intestino delgado. La estimulación de la secreción gástrica ácida no es de mucha intensidad.

Visto esto, vemos como el vino puede facilitar la digestión cuando se toma acompañado de alimentos de manera muy moderada. La presencia en la mesa de la copa o del vaso de vino, lleno no más de sus ¾ partes, cuando nos disponemos a comer supone un recreo para la vista por su color, transparencia y brillantez.

Con esta preparación y la llegada de los manjares a la mesa la boca empieza a segregar saliva, a “hacérsenos agua”, el estómago se dispone a segregar jugos vaciando sus células y los movimientos peristálticos reclaman recibir los alimentos.

Todos los primeros bocados acompañados de un sorbo de vino. Su componente ácido va a procurar que la pepsina trabaje en inmejorables condiciones para desdoblar las proteínas.

El estómago está trabajando a gusto y ya presentimos que vamos a tener una buena digestión, pues ni tan siquiera los hidratos de carbonos nos van a producir flatulencias ya que están prácticamente desdoblados.

El vino no es una bebida para tomar a grandes tragos puesto que calma la sed alimenticia más rápidamente que el agua. Por eso, es necesario hacerlo a pequeños sorbos, concentrándose más en el contenido digestivo, facilitado también por el arrastre de agua tras la absorción del alcohol.
Así mismo, existen otras acciones beneficiosas del vino respecto al organismo humano por su capacidad bactericida y antiviral, como diurético o como suplementador de potasio y de complejos vitamínicos.
Quizás uno de los aspectos más novedosos y discutidos en los últimos años, es la influencia de la ingesta moderada de vino y su relación con la aparición de ciertas afecciones cardiovasculares, concretamente en relación al metabolismo de los lípidos (el colesterol).
Los lípidos, sustancias grasas que circulan por nuestro torrente circulatorio, están formados fundamentalmente por el colesterol, los fosfolípidos y los triglicéridos, los cuales tienen necesidad de unirse a una proteína para poder circular por la sangre.
La unión de todas estas sustancias entre sí, da lugar a las lipoproteínas. Cuando el colesterol es vehiculado por unas lipoproteínas de alta densidad (HDL), atraviesa la pared arterial sana, pasa al hígado y se elimina.
Este colesterol HDL es lo que podríamos llamar “el buen colesterol”. Por el contrario, el colesterol ligado a proteínas de baja densidad (LDL) , es el que podríamos considerar como “colesterol malo” y es el que va a fijarse en las arterias depositándose y acumulándose en las mismas, siendo una de las causas más importantes de la aparición de lo que conocemos como arteriosclerosis.
Desde hace unos treinta años vienen apareciendo estudios epidemiológicos que revelan una correlación inversa entre la tasa de HDL (colesterol de alta densidad) y las enfermedades coronarias.
Desde 1951, muchos estudios clínicos han confirmado que los pacientes que han sobrevivido a un infarto de miocardio han mostrado una concentración baja de HDL en comparación a sujetos sanos. Estos hallazgos en estudios prospectivos han demostrado que el colesterol de alta densidad está correlacionado negativamente con el desarrollo de enfermedades coronarias.
Por el contrario, el aumento del colesterol de baja densidad (LDL) o de muy baja densidad (VLDL), está directamente relacionado con la presentación de arteriosclerosis y con enfermedades cardiovasculares derivadas de lo mismo.
Todos estos estudios han demostrado una relación inversa entre el colesterol HDL de alta densidad y la enfermedad coronaria, es decir, cuando existe mayor incremento de colesterol de alta densidad el riesgo disminuye y cuando por el contrario aumentan los de baja densidad el riesgo es mayor.


¿Qué piensan los médicos?
Ya en 1977, un grupo de médicos italianos realizaron una encuesta epidemiológica para determinar la relación del consumo de alcohol y el riesgo de enfermedad coronaria. Para ello examinaron a más de 500 personas no seleccionadas, y encontraron que existe una relación entre la absorción media de alcohol y las cifras de HDL, de colesterol de alta densidad, entre comillas del bueno, y que no existía relación entre una consumición moderada de vino y la proporción de triglicéridos.
Estos autores ya señalaron, entonces, que una consumición moderada de vino, estimada entre 500 y 750 centímetros cúbicos al día, aumentaba la tasa de colesterol de alta densidad en un 20 %, creándose así, en teoría, un sujeto con menor riesgo coronario.
Así mismo, indicaron que una consumición moderada de vino no hacía variar las cifras totales de otras grasas como son los triglicérido, que son dañinos, pero sí estos estaban ya elevados en el sujeto, lógicamente, permanecían elevados e incluso los aumentaba.
Debenyi y colaboradores, en un estudio realizado a gran escala, han comprobado una incidencia más baja de enfermedades coronarias en sujetos que consumían vino moderadamente que en los que no bebían nada, es decir, que en los abstemios.
Turner y colaboradores, en un estudio realizado en Baltimore, para una comisión sobre el alcohol, saca las siguientes conclusiones: el consumo moderado de bebidas alcohólicas por parte de personas adultas puede reducir el riesgo de infarto, mejorar la vida en los mayores, aliviar la tensión y contribuir a la alimentación.
El profesor Grande Covián, autoridad en la materia de prestigio mundial y gran experto en metabolismo, en una conferencia pronunciada hace pocos años, señalaba como la ingestión moderada de vino de forma normal, cotidiana, podría resultar preventiva de afecciones cardiovasculares.
Ese consumo beneficioso, según Grande Covián, estaría alrededor de los 400 centímetros cúbicos de vino al día, lo que representa unos 25-30 gramos de alcohol y el límite lo situaba en los 60-80 gramos de etanol al día ya citados.
Según él, no debería unirse una dieta alta en grasas con un consumo elevado de bebidas alcohólicas e independientemente de ello no deben consumir bebidas alcohólicas los conductores y las embarazadas. En periodo de competiciones no es aconsejable que los deportistas rebasen los 10 gramos de alcohol diario lo que supone unos 80 centímetros cúbicos de vino.
En los últimos años, un buen número de estudios sobre salud pública y mortalidad han empezado a dar datos sobre la relación entre los distintos modos de bebida y la mortalidad global en poblaciones, bases que no habían sido seleccionadas de una manera especial ni por su salud ni por su enfermedad.
Ciertamente, la mortalidad entre alcohólicos es más elevada que la de la media de la población, pero los resultados de diversos estudios demuestran que entre los bebedores moderados hay menor índice de mortalidad que entre los abstemios (R. Room y N. Day: “Alcohol and mortality”, second special report to US Congress 1974, págs. 79-92, Uniteds States Goverment Printing Offece, Washingtong, D.C.)
Más recientemente, Marmot y colaboradores (1981), realizaron un estudio longitudinal durante más de diez años en 1.422 hombres. Después de un seguimiento de más de una década, encontraron una mortalidad más baja en el grupo de bebedores en relación con los grupos de no bebedores y de grandes bebedores.
Muy interesante es el estudio presentado por Hennekens y colaboradores realizado entre 568 hombres casados que habían muerto de cardiopatía coronaria y un número semejante de control comparable. Los datos fueron recogidos durante los tres meses anteriores a la muerte. Se recogió información sobre un gran número de variables y, entre otras cosas, sobre el consumo diario de alcohol, clasificado según las clases de bebidas: cerveza, vino y licores.
Un consumo diario de pequeñas o moderadas cantidades de vino (alrededor de 600 centímetros cúbicos) o menos, equivalente aproximadamente a unos 170 centímetros cúbicos de bebidas espirituosas, acusaba una relación negativa con la muerte por enfermedad coronaria.
Otro trabajo efectuado sobre 7.000 japoneses que fue realizado por Yano y colaboradores durante un periodo de seis años, dio como resultado una asociación negativa entre el consumo moderado de alcohol (hasta 60 centímetros cúbicos por día) y el riesgo de infarto de miocardio y muerte por enfermedad coronaria.


Ciertamente, no dejaríamos completo este boceto del vino y de la salud sino presentáramos, también, aspectos importantes de la otra cara de la moneda (la cruz) y esa cruz aparece, ciertamente, cuando se olvida que la bebida alcohólica, que es un don de la naturaleza, se convierte o se utiliza como medio de evasión para huir de las tensiones o de las angustias de la vida diaria, o se pierde la templanza y la moderación que como en cada acto vital, puede suponer la entrada en una esclavitud, en una drogodependencia como el alcoholismo.
El término alcoholismo empezó a ser manejado hace ya más de un siglo por el sueco ¨Mandni Hu y hace más de treinta años Helinek lo definió “como todo uso de bebidas alcohólicas que causan un daño de cualquier tipo al individuo, a la sociedad o a ambos”.
En 1976 la Asamblea Mundial de la Salud, propuso sustituir el término de alcoholismo por el de alcohol-dependencia y dio la siguiente definición : “Un estado psíquico y habitualmente físico resultante de beber alcohol, caracterizado por una conducta y otras respuestas que siempre incluyen compulsión para tomar el alcohol de una manera continua y periódica con objeto de experimentar efectos psíquicos, algunas veces para evitar molestias producidas por su ausencia, pudiendo estar presente o no la tolerancia”.
Sabemos que el alcohol ingerido a partir de ciertas cantidades es tóxico, por tanto las bebidas alcohólicas son más o menos tóxicas en función de la proporción de alcohol que estas lleven, así como su grado de dilución. Estas cantidades son variables de un individuo a otro, pero siempre existe una cantidad pasada la cual se entra en la categoría de lo patológico.
Está  claro y así hay que admitirlo, que el hombre, desde tiempos inmemoriales se ha hecho acompañar de la toma de bebidas alcohólicas. Es un hecho incuestionable que el consumo de vino y de otras bebidas fermentadas o destiladas, siempre por supuesto con gran moderación, es un acompañante en el quehacer diario.
Así lo entendía la Organización Mundial de la Salud, cuando en 1952 decía del alcoholismo:”cualquier forma de beber que en su extensión sobrepasa los límites del uso dietético tradicional y conceptudinario a lo habitual, o la habitual condescendencia dentro de las costumbres sociales que conciernen a cuanto a toda la comunidad en su conjunto”.
El alcoholismo es una enfermedad de alta frecuencia en la población española y estamos de acuerdo que el consumo de alcohol ha experimentado un importante aumento en los últimos años con la introducción de bebidas como la cerveza, el whisky y otras bebidas destiladas.
Hemos de saber que a primeros de los años sesenta se consumían en España 18’5 litros de cerveza por habitante y año y que en 1983 la dosis era de 58’5 litros; el salto habla por sí solo.
En el mismo periodo de tiempo, el consumo de vino por habitante y año pasó de 72 a 57 litros (actualmente se registra la cifra más baja de consumo de vino en la historia de España: 28 litros por habitante y año), por tanto no debe extrañarnos cuando en algunos países del norte y este de Europa, así como en diversos estados americanos, se estimule el consumo moderado de vino como forma de aminorar el de bebidas alcohólicas de alta graduación.
Como decíamos al principio, en los últimos años se ha producido un gran aumento en el consumo de bebidas fuertes, quizás en cierta manera paralela a la colonización cultural realiza por el mundo anglosajón.
Esta ingestión descontrolada, que de manera especial ha incidido en la juventud, favorecida a la vez por una publicidad machacona, bien diseñada, ha permitido ese crecimiento tan rápido.
Por otro lado, quizás no ha existido una información adecuada, especialmente dirigida a los jóvenes, sobre los aspectos sanitarios y positivos del consumo de vino como bebida natural de manera juiciosa y moderada, frente a ese consumo de bebidas más fuertes que les perjudican extraordinariamente.
Ello ha conllevado un claro distanciamiento de la tradición y los hábitos heredados de nuestras viejas culturas, en la que el tomado con moderación y muchas veces en compañía, ese vino dialogado en el decir de algunos, que como otras cosas de nuestros hábitos o costumbres, ha hecho que los hombres sientan, amen, canten..., alrededor de una copa de vino, donde el vino no es el que cuenta y sí el sentimiento, la amistad o el cante...
Esto también conlleva, como decíamos, que ese olvido de que la bebida es un don de la naturaleza, haya pasado a convertirse en patrón de evasión, de ruptura social, convirtiéndose en drogadicción o en causa de enfermedades, a veces en personas jóvenes, lo que llega a crear en muchos casos u problema sanitario grave.
Como tal drogadicción, necesita de un doble enfoque sanitario y social, porque detrás de muchas conductas hay casi siempre un problema social, cultural o de marginación al que la sociedad, como tal, ha de hacer frente.
Por eso, el alcoholismo, largo tiempo visto como una fuente de pasión, como un vicio, es considerado cada vez más una enfermedad. Esta noción de “enfermedad alcohólica” de la que Jellineck fue el gran defensor, explica que el alcoholismo es una “sumisión física y complicada con una obsesión mental” cuyas víctimas son frecuentemente sujetos con desórdenes psicoafectivos y psicopatológicos víctimas muchas veces, como decíamos antes, de un problema social.
Quizás, como en tantas cosas de la vida, no parezca lógico un enfrentamiento irracional de tendencias: alcohol sí, alcohol no, ni descalificaciones más o menos poco fundadas.
Pedro Muñoz, cuando habla de estos temas, comenta: “los que nos dedicamos a la desintoxicación, no somos antialcohol. Lo aceptamos como parte de nuestra civilización y cultura. El peligro está  cuando se quiere ahogar en él alcohol las deficiencias, problemáticas y circunstancias adversas de cada persona...”

Desde la moderación, la templanza, el equilibrio, desde el conocimiento y la información adecuada, desde la sensatez que la vida nos impone y en la que deseamos ser capaces de recuperar nuestra propia identidad como hombres libres, fieles a nuestras raíces culturales y no doblegados a tiranías impuestas.

Desde esa búsqueda de la armonía con todo lo que nos rodea, sepamos considerar al vino como signo de civilización y cultura, fuente de amistad y convivencia, complemento de nuestra sana manera de vivir y que desde su moderada utilización, nos ayude a ser felices como deseaba sir Alexander Fleming.

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